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19 de enero de 2016

 

Cementerio Camilo Torres

Por Jotamario Arbeláez

 

Propongo que se haga un mausoleo en memoria del cura inútilmente sacrificado, que por allí en el Cementerio Central se hallará.

 

Habría sido preferible que se hubiera convertido en cardenal, como muy a su pesar lo auguraba su madre. O que se hubiera enclaustrado como monje dominico, como alguna vez pensó hacerlo. Pero el haberse convertido en guerrillero, por muy prestigiosa que fuera esa figura por entonces entre los enfebrecidos por la revolución, fue un error por igual del cura y del comandante de la guerrilla que le picó arrastre, de Fabio Vásquez Castaño, quien capitalizó su prestigio y su sacrificio. Y luego se embarcó para Cuba a morir tranquilo.

 

El 15 de febrero va a conmemorarse la baja del prelado, y el Eln se apresta a tirar el monte por la ventana, tal vez trayendo a Silvio o acudiendo a Pablus, quien ya no está para semejantes paroxismos. Cuando lo único que no merece celebración es la incorporación de Camilo a la guerrilla, en la que no tenía nada que hacer, salvo morir.

 

Fue enterrado por Valencia Tovar en el mismo Patio Cemento, en lugar secreto, “al lado de una enorme ceiba”; tres años después lo desenterró y trasladó al lugar más inapropiado, como para que sufriera el cadáver, al mausoleo de la Quinta Brigada, donde duermen aquellos contra quienes luchó y lo mataron. Allí se retorcieron los restos por 41 años, mientras las paredes preguntaban “¿dónde está Camilo?”. Hasta el 2002, cuando vino su hermano Fernando Torres, de USA, quien había objetado que alguna vez se utilizaran los restos del líder para instigar al desorden, y del mausoleo retiró los despojos mortales de su hermano. Según el cronista Gonzalo Guillén, “desde entonces el rastro de Camilo se perdió para siempre”.

 

Pero veamos... Según el general, en entrevista con María Isabel Rueda, él le entregó los restos mortales a Fernando y se desentendió del asunto. Pero el 4 de agosto del 2004, publiqué en esta misma columna una petición al general para que divulgara dónde estaban esos restos, para que fueran trasladados al sitio adecuado, como sería la Universidad Nacional. Comenzaba con este párrafo:

 

“Debe ser muy duro cargar con la desaparición de un soldado de Cristo como Camilo Torres, así no se haya tratado de un vil asesinato, como algunos le imputan, injustamente, al entonces comandante de la Quinta Brigada... Fue abatido en combate, en Patio Cemento, el 15 de febrero de 1966, en su primera incursión como guerrillero, y no tuvo ni siquiera tiempo o agallas para disparar. Cayó mientras trataba de hacerse con su primer fusil, y lo único que se le encontró fue la pipa y un viejo revólver Colt 38. Camilo sin fuego. Lo criminoso no consistió en haber dado de baja a Camilo, que si se metió a la guerrilla y emboscó a los soldados tenía que llevar del bulto, sino en haber secuestrado su cadáver para impedir que se utilizara ese nuevo y legítimo símbolo patrio para la revuelta. En tal caso, ¿dónde diablos está Camilo, mi general? ¿Qué tal si se le devuelven a Colombia los restos de su mártir, así haya tomado la senda equivocada de la violencia, y se ubican en la capilla de la Universidad Nacional, de donde nunca lo debieron haber sacado? Si aparecieron y se devolvieron los despojos del Che, ¿por qué no los de Camilo? Tal vez así también se apacigüe su alma”.

 

Él me contestó, a través de su columna en el mismo diario, que entre ambos los habían depositado en una tumba anónima del Cementerio Central. Ya se fueron Fernando y el general, y con ellos el secreto de la tumba. Pero algo debe haber en los archivos del cementerio. Y si no aparece investigando tumba por tumba, propongo, en vista de que el Presidente está tan dispuesto a todo, que se haga un mausoleo en memoria del cura inútilmente sacrificado, que por allí se hallará, y se rebautice el campo como Cementerio Central Camilo Torres Restrepo. Y allí sí que vengan y toquen Silvius y Pablus.

 

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