http://www.las2orillas.co/ enero 17, 2016
El misterio alrededor del cadáver de Camilo Torres Por Gonzalo Guillén
Durante 40 años se creyó que el general Valencia Tovar tenía los restos pero ahora se cree están en patio cemento y Santos autorizó su búsqueda
A los 40 años de la muerte de Camilo Torres parece derrumbarse la tesis generalizada que Gonzalo Guillén describe en este texto:
Cuatro décadas después de que soldados bajo su mando hubieran eliminado en combate, cumpliendo con su deber, a su viejo amigo el sacerdote rebelde Camilo Torres, el general del Ejército Álvaro Valencia Tovar, reveló en su último libro que durante 41 años mantuvo escondido en un mausoleo militar el cadáver del religioso, recordado hoy alrededor del mundo como “el ‘Ché’ del catolicismo”. El padre de Camilo, el médico pediatra bogotano Calixto Torres Umaña, había rescatado de las garras de la muerte al general Valencia Tovar cuando, siendo niño, una noche en que ardía de fiebre por tifoidea, al borde de una meningitis, fue a verlo en casa y ordenó meterlo de inmediato “entre una tinaja de agua fría”, según palabras del médico reproducidas por el general, “antes de que se carbonice”.
Convertido en sacerdote, el hijo del médico habría de trabar años más tarde una estrecha amistad con Valencia Tovar, ambos miembros prestantes de la alta sociedad bogotana. Se hizo común entre ellos hacer tertulias y “nuestras charlas desembocaban invariablemente en la situación el país, la problemática socioeconómica, el abandono del agro y la colonización espontánea…”, expone el general Valencia Tovar en su libro “Mis adversarios guerrilleros”, de reciente aparición en las librerías colombianas. “Conocía Camilo”, cuenta Valencia Tovar, “muy de cerca mi empeño por desarrollar las operaciones contraguerrilleras acompañadas de acción cívica y psicológica”. De aquellas charlas, el general, quien murió en el 2014, evocaba a Camilo Torres: “recuerdo como si lo estuviera viendo de nuevo, la figura sacerdotal con la sotana negra aún vestida por el clero católico, de la cual emergía el rostro juvenil […] fumando su pipa color caoba con una guarnición de plata hacia el centro de la empuñadura. La fumaba con deleite. La recargaba mientras hablaba. Parecía cobrar vida en su mano”. Isabel Restrepo, madre de Camilo, se opuso en persona cuando él intentó abordar un tren en la estación central de Bogotá que lo habría de llevar a la ciudad de Chiquinquirá, en donde se enclaustraría para hacerse monje dominico. Ni a ella ni al doctor Torres Umaña les agradaba que se hiciera religioso. No obstante, ante la imposibilidad de evitarlo, lo convencieron de que, al menos, se internara en el Seminario Mayor de Bogotá, en donde tuvo un desempeño tan brillante que se ordenó sacerdote antes de tiempo, en 1954. En reconocimiento, fue enviado por la curia colombiana a estudiar sociología en la universidad católica de Lovaina, en Bélgica. El padre Camilo se impregnó del que Valencia Tovar llama “medio radicalizado” de la universidad, “en particular en el ámbito sociológico que lo rodeó en la facultad”. “A su regreso a Colombia, como capellán de la Universidad Nacional en Bogotá, el proceso evolutivo hará eclosión, precipitándolo a inevitable conflicto con la jerarquía católica”. Isabel Restrepo de Torres, de carácter fuerte e impositiva en la educación de sus hijos, se preciaba de los buenos rendimientos eclesiásticos y académicos de Camilo y auguraba con insistencia regocijo que “Camilo iba a ser cardenal muy joven”, recordaban sus amigas las hermanas Leonor e Inés Martínez Delgado. A su regreso, junto con el profesor e historiador Orlando Fals Borda, Camilo fundó en la Universidad Nacional Colombia la primera facultad de sociología del país y se comprometió cada vez más en actividades cívicas y políticas radicales. “No pasaría mucho tiempo para que los empeños de rebeldía del sacerdote afloraran en términos revolucionarios, que el cardenal [Luis] Concha [arzobispo de Bogotá y primado de Colombia] juzgó incompatibles con el ejercicio sacerdotal por lo que lo llamó al orden”. Las desavenencias con la jerarquía le hicieron perder la capellanía de la universidad. Entonces, el padre Camilo se vinculó a la estatal Escuela de Administración Pública, ESAP, a la que unió a Valencia Tovar para que enviara oficiales del Ejército Nacional a cursos de formación y participara en debates sobre realidades sociales colombianas. Las posiciones controversiales del sacerdote Torres se acentuaron todavía más en la ESAP y en julio de 1965 le envió una escueta carta al cardenal en la que le pedía “la reducción al estado laico y la exoneración de las obligaciones inherentes al estado clerical” como “testimonio de fidelidad a la Iglesia, a lo que considero esencial en el cristianismo”. De inmediato, el jerarca accedió en otra carta sucinta y las actividades políticas de Camilo, cuya popularidad y carisma eran enormes, pasaron a la clandestinidad. “Había emprendido una ruta sin retorno”, apunta Valencia Tovar y pronto se hizo oficial su vinculación a la recién fundada guerrilla comunista Ejército de Liberación Nacional, ELN, en donde su lema sería “Ni un paso atrás, revolución o muerte”. Valencia Tovar, lo mismo que otros analistas, considera que Fabio Vásquez Castaño, entonces jefe del ELN, abusó del entusiasmo, la ingenuidad y la sinceridad de Camilo al involucrarlo en una lucha para la que no estaba preparado. Pero su presencia en las filas rebeldes era por sí sola un enorme golpe de opinión en favor de la causa armada. “Camilo fue un instrumento, un valioso recurso, un aporte electrizante y sumiso a la revolución”, asegura el general. Y agrega: “El hecho de que millones de colombianos estuvieran en pie ante las consignas revolucionarias de Camilo, sólo tenía para Vásquez una importancia económica”. Camilo se incorporó al ELN como guerrillero raso, no tuvo ningún tipo de privilegio ni entrenamiento militar y confiaba en obtener un fusil propio quitándoselo en combate a algún soldado. El destino situó a Camilo dentro del área de influencia de la quinta brigada del Ejército en la que, casualmente, Valencia Tovar había sido nombrado comandante. En febrero de 1966, Valencia Tovar envió dos baterías tras el rastro de una cuadrilla guerrillera recién detectada por la inteligencia militar y el día 15 de ese mes entraron en combate con los rebeldes, de los cuales murieron cuatro. Un oficial le informó por radio sobre un guerrillero “diferente” entre los muertos. “Tuve la certidumbre de que Camilo había caído en el combate”, escribió el general. “En sus bolsillos se hallaron cartas en otros idiomas… Era él”. Para mayor certeza, Valencia Tovar le preguntó por radio a un sargento que estaba al lado del muerto: “Sargento, escuche, ¿no tenía una pipa en el bolsillo?”. La respuesta fue: “Sí, una pipa de fumar. Sí, mi coronel. Aquí la tengo. Y una carterita con picadura”. Valencia Tovar quiso tener más precisión: “¿tenía la pipa una guarnición de plata, un anillo, hacia la mitad de la embocadura?”. La voz del sargento no tenía dudas: “Sí, mi coronel”. Al día Siguiente, Valencia Tovar voló en helicóptero hasta el lugar para verlo con sus propios ojos: “Estaba de espaldas, los brazos abiertos como clavados en una cruz invisible…”. Camilo Torres había muerto, a los 36 años de edad, provisto apenas de un revólver que no sabía manejar, durante el primero y único enfrentamiento armado en el que participó en toda su vida para tratar de combinar la vocación cristiana que profesaba con la insurrección armada. “Jamás hubiera deseado ese amargo final”, sostiene el general y revela que en el mismo sitio del combate fueron sepultados los guerrilleros porque así lo mandaba la ley. Pero tomó la precaución de poner a Camilo en una fosa aparte, al lado de una enorme Ceiba. Ordenó que un topógrafo levantara un plano del lugar y lo guardó en una caja fuerte de la Brigada. El general recuerda que el médico Fernando Torres, hermano de Camilo, había publicado una carta en un diario de Bogotá según la cual “el deber de los verdaderos amigos de Camilo es impedir que su imagen y la imagen de su muerte y su cadáver sean objeto de demostraciones vulgares y estentóreas promovidas por aquellos que sólo lo vieron en vida y lo consideran después de muerto un arma para crear el desorden y sacar provecho para sus propias ambiciones”. “Para mí”, explica el general “ese fue un mensaje muy claro de lo que yo, como militar, que asumí íntegramente la responsabilidad de lo sucedido, debía hacer con el cuerpo de Camilo: enterrarlo en un lugar secreto donde pudiera tener el respeto, la quietud y la paz que merecía”. Así que tres años después, acompañado de un médico anatomista, regresó al sitio en donde estaban los restos, los sacó y los depositó en donde “nadie podría nunca imaginarse”: el mausoleo de la Quinta Brigada que el propio Valencia Tovar construyó con ayuda de la comunidad para enterrar a los militares caídos en combate. “Allí reposó en paz, en el silencio de la muerte, al lado de quienes habían sido sus adversarios. Lo hice a propósito. Más allá de la vida, esta alegoría constituía una lección humana”, escribió el general. En el año 2002, Fernando, el hermano de Camilo vino, de Estados Unidos, donde vivía, buscó al general, le dijo que, al fin, estaba preparado para recoger los despojos mortales de su hermano y, en secreto, los sacó del mausoleo en el que habían permanecido 41 años. Poco después, Fernando Torres murió y el rastro de Camilo esta vez se perdió para siempre.
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